Es hora de prender la luz y nombrar a las cosas por su nombre. El sistema esconde las palabras, las renombra para que digan otra cosa. Esconde los conceptos, las esencias. Y entonces el sistema esconde su perversión y culpabiliza a las víctimas.
No es verdad que el neoliberalismo y su expresión de mercado: el capitalismo, sean solamente formas de producción o acciones y procesos que se dan en el campo económico. El sistema que beneficia a unos pocos y empobrece a la gran mayoría, necesita de manera imprescindible de un lenguaje legitimante.
Desde el inicio del Estado argentino en
1880 y hasta 1912 (año de la sanción de la Ley Sáenz Peña) el fraude fue la
moneda corriente en la política argentina. Las oligarquías definían en elites
muy cerradas quién sería el presidente y quién el sucesor. Por cierto, el
elegido sería el que asegurara la continuidad de un modelo agroexportador,
concentrado y excluyente.
Cuando por fin el país tuvo elecciones
libres con el voto secreto y obligatorio se terminó con ese mecanismo perverso
de engaño y encaramamiento en el poder.
En el siglo XX, la democracia fue
violentamente quebrada y lejos de ser un modelo de alternancia republicana, se
produjeron una seguidilla de sangrientos Golpes de Estado. El establishment sin
votos ni ideas para conquistar los votos apeló de manera sistemática a una
violación del sistema democrático. Con los militares como la vanguardia visible
venía el establishment, adeptos al liberalismo o neoliberalismo según los
tiempos y los vientos.
El golpe del 76, con los 30.000
desaparecidos sin duda fue el genocidio más violento de estos procesos
cívico-militares.
La
nueva forma de presionar y golpear
Ya terminado el fraude y los Golpes de
Estado, el neoliberalismo se reinventa. Crea un nuevo sistema lingüístico y
comunicacional. Se apodera de los medios de comunicación, y ahora, con una
nueva vanguardia, con Clarín a la cabeza y un complejo y hegemónico multimedios
arremete contra cualquier sistema nacional y popular. Golpeó a Alfonsín hasta
quebrarlo, condicionó a Menem y De la Rúa, se alió o enfrentó a Kirchner (según
sus propios intereses) y terminó en una guerra frontal contra el gobierno de
Cristina Fernández de Kirchner.
Una vez debilitada por la guerra mediática,
el establishment inventó (sin comillas) a Mauricio Macri para que trunque
cualquier salida popular y le exigió cumplir con todos sus intereses de
mercado: le regaló “Fútbol para Todos” a Cablevisión, aprobó la fusión de
Cablevisión y Telecom (con lo cual asume el 80 % del mercado), le dio la
frecuencia de Nextel, el 4G de ARSAT. Ahora Clarín tiene uno de los
conglomerados más influyentes del mundo: TV abierta, cable, diarios, revistas,
radios, internet y telefonía celular, en todos los casos produciendo contenidos
y manejando su distribución. Si Magnetto le había dicho a Menem que no quería
ser presidente porque “Ese es un puesto menor”. Imaginemos lo que diría hoy que
su poder se ha incrementado en términos exponenciales.
Pero además de encontrar los medios y los
canales por donde transmitir los intereses de los grupos económicos, el
establishment ha elaborado y elabora todos los días un discurso que lo legitima
y le permite seguir avanzando en sus negocios y en la construcción de poder.
Nuevas
palabras para viejos conceptos
Nos quieren hacer creer que “oligarquía” es
una palabra antigua, que cuando Arturo Jauretche, Evita o Perón hablaban de la
oligarquía terrateniente era un invento populista. Hoy hablan de “empresarios”,
“emprendedores”, “emprededurismo” (como una energía vital y creadora), de
“elites innovadoras”, de “vanguardias del marketing”. Todos inventos
lingüísticos para esconder la nueva oligarquía que la más de las veces se
enriquece del Estado y del trabajo del pueblo.
Para terminar con los valores del Estado de
Bienestar quieren denostar sus valores, los términos que expresan esos valores:
“pueblo”, “nación”, “justicia social”, “igualdad de oportunidades” “solidaridad”,
“compañerismo”, etc.
El lenguaje no solo es una forma de decir,
es una forma de deconstruir y construir. El neoliberalismo es eso, es una
construcción de valores que busca naturalizar el sistema de desigualdades. Justifica
toda asimetría en las recompensas con el vocablo “meritocracia”: “el esfuerzo
individual es el que marca la diferencia”. En realidad se trata de un
darwinismo social en donde vale más pisar las cabezas que tender una mano
solidaria. El neoliberalismo no es “él y yo”. Es “él o yo”.
Para reafirmar la fuerza y la valentía
individual y exprimir al máximo el capital individual hay que recurrir al
“líder” o más, al “coaching” que forme líderes. Mediante esta energía disparada
se pretende lograr un emprendedor ambicioso y salvaje que con su aporte
contribuirá de manera indirecta a la sociedad. “Si cada uno pone su máximo, la
sociedad logrará su máximo” reza un apotegma liberal. Y el que sobresalga será
por su propio esfuerzo. Y si algunos (o muchos) quedan excluidos del sistema
será porque no hicieron suficientes méritos. El “sálvese quien pueda” es una
forma de estructurar el orden. Y el Estado no puede recurrir en auxilio de los
excluidos y marginados del mercado, esto sería prostituir el orden natural, eso
sería castigar a los “exitosos” del sistema. Sería perjudicar al que logró
hacer una empresa de sí mismo y supo venderse en el mercado, único regulador de
los méritos.
Todo esfuerzo que no sea capaz de cotizar
en el Dios-mercado es un esfuerzo inútil, banal, despreciable. Hasta la cultura
o el arte que no buscan resultados económicos son ineficientes.
La individuación del individuo llega a tal
punto que se busca lograr un sujeto Dios y esclavo al mismo tiempo, explotado
por sí mismo al máximo de su capacidad y resistencia. En este nuevo lenguaje la
“igualdad de oportunidades” y cualquier igualdad sistémica, está excluida, la
desigualdad se asume y presupone como absolutamente natural.
Los brutales ajustes en las tarifas son
llamados: “sinceramiento”; la pérdida de derechos: reforma laboral; el justo
reclamo de los trabajadores: “industria del juicio”; la pérdida del salario
real: “flexibilización”; el despido: “reforma de la organización”; el
endeudamiento: “integración en el mundo”, y así sucesivamente hay toda una
construcción lingüística que deforma que renombra que esconde y que por fin:
miente.
Hay todo un andamiaje lingüístico que
estructura un orden y busca afanosamente legitimarse a sí mismo. Tiene que
legitimar la desigualdad que es injusticia. Las palabras no son inocuas ni
neutras: nombran, dicen, ponen en valor. Romper con la vieja terminología es
parte de romper con el viejo orden (Estado de Bienestar) e imponer las nuevas,
es un requisito de sustentabilidad del sistema, del credo funcional y
fundamentalista de los intereses del sistema.
Las elites y el establishment tienen una
usina para generar, encubrir, las palabras. Aun las más duras hay que
disfrazarlas con cascabeles como para que hagan de arlequín.
A
despertar
Es obligación que las masas populares, y
especialmente los trabajadores despierten de este letargo y salgan a disputar
este nuevo lenguaje que es una nueva forma de dominación.
Un último ejemplo del sistema y su lenguaje
perverso: si a una mujer que trabajó 30 años en una casa los empleadores no le
hicieron sus aportes y el Estado le reconoce una jubilación menos que mínima le
dicen “negra planera”. Si un grupete de especuladores y delincuentes generan
una estampida que en unos dos meses le hace perder al país 20.000 millones de
dólares le llaman “corrida cambiaria”. Ahí está el origen de las cosas: en cómo
les llamamos a las cosas.
Para cambiar el sistema hay que combatir
desde la raíz, desde cómo denominan/namos a las cosas.
En el lenguaje está la génesis y la trampa.
¡Es hora de despertar y disputar!